Text: Santiago Alba Rico
“Los musulmanes”, escribe Sara R. Farris, socióloga de la Universidad Goldsmith de Londres, “son los nuevos judíos de Europa”; y lo son, dice, por dos motivos. El primero es que, en medio de la crisis política y económica, “se han convertido en chivos expiatorios sobre los que los europeos proyectan sus ansiedades en relación con el porvenir”. Pero lo son también porque, como en el caso de los judíos en el siglo XIX y la primera mitad del XX, hay algo así como un consenso general, transversal a alineamientos ideológicos y partidos, sobre la “amenaza musulmana”: “los políticos conservadores y de extrema derecha intensifican y explotan constantemente estas ansiedades a fin de respaldar sus agendas neoliberales y nacionalistas mientras que la mayor parte de los partidos liberales y de izquierdas imitan a la derecha racista, con la esperanza quizás de ganar votos”. Allí donde todos son islamófobos todos niegan serlo; y esta asunción natural del rechazo al musulmán y el negacionismo que lo acompaña convierte la islamofobia, como ocurrió con el antisemitismo europeo clásico, en un fenómeno particularmente peligroso.
Según el último informe sobre delitos de odio de la Comisión de Derechos Humanos, en 2015 las agresiones islamofóbicas en Europa aumentaron hasta 6.811, sobre todo las dirigidas contra mujeres veladas y contra mezquitas o lugares de rezo. El país donde más han aumentado estos delitos es Inglaterra, seguido de Alemania y Francia, países donde la mal llamada crisis de los refugiados ―denegación de auxilio a humanos sufrientes― y los atentados del Estado Islámico han sido más claramente utilizados por una ultraderecha rampante y una clase intelectual más belicosa. Pero también el Estado español, menos activamente islamófobo, ha registrado un aumento de los delitos de odio contra los musulmanes; y de una manera significativa en Catalunya y en Barcelona (un 19% más que el año 2014), según una denuncia de la Fiscalía de Delitos de Odio y Discriminación. La “alerta antiterrorista”, la Ley Mordaza y las actuaciones policiales aparatosas y finalmente propagandísticas (el 90% de los “yihadistas” detenidos en España en los últimos diez años fueron puestos en libertad sin cargos) contribuyen a asentar, difundir y naturalizar el miedo a los musulmanes entre la población.
La islamofobia es una forma de racismo ―como cualquier relación de poder desigual― porque asocia un prejuicio negativo a rasgos físicos, indumentarios y culturales instalados en el cuerpo, desde donde proyectan una amenaza irreductible. Los musulmanes, digamos, tienen más cuerpo o un cuerpo más visible, lo que los convierte en sospechosos sobre los que se aplica una vigilancia selectiva al margen del derecho: desde las redadas “raciales” hasta el trato espontáneo discriminatorio o displicente. La islamofobia es un racismo porque, localizando en el cuerpo del otro una diferencia negativa, opera sobre él una doble construcción cognitiva. Por un lado el musulmán individual es ante todo ”musulmán”; es decir, una categoría homogeneizadora en la que desaparecen todos los matices, no sólo los que le igualarían al europeo blanco que los mira (o los detiene) sino también ―y esta es la segunda operación― la que los diferencia de otros “musulmanes”. En efecto, típica del conocimiento racista ―pues es una forma de conocimiento― es esta percepción simultánea de “nuestra” diferencia y de “su” uniformidad. O dicho de otro modo: lo que me diferencia (blanco europeo) de los musulmanes racializados (o de los negros o de las mujeres) es que nosotros (los blancos europeos) nos diferenciamos entre nosotros mientras que los musulmanes (los otros racializados) no se distinguen entre sí. Es de esta manera como se traslada la amenaza del cuerpo individual a un cuerpo colectivo, compacto y correoso, fácilmente representable bajo la forma de una “conspiración” o una “invasión”.
Mediante estos mecanismos racializadores la islamofobia ha construido una falsa comunidad musulmana ―un cuerpo colectivo― al que damos cuerpo: un solo cuerpo contra el que es necesario tomar medidas. Es necesario recordar, como lo hace tajantemente Olivier Roy, que no hay ninguna “comunidad musulmana” en nuestras ciudades europeas, que su variedad interna es tan grande o más que la que caracteriza a los grupos nativos y que precisamente la radicalización de jóvenes europeos de familia musulmana o conversos es el resultado de una ruptura con “la comunidad”, en términos generacionales y culturales. Ahora bien la islamofobia, como ocurrió con el antisemitismo, mediante estos mecanismos de construcción de un cuerpo colectivo, acaba encerrando a sus miembros heterogéneos en él, y obligándoles a reconocerse en su interior. Cuando va acompañada de políticas institucionales, como sucedió en el caso de los judíos, la islamofobia vuelca a los “musulmanes”, clausurados en su cuerpo colectivo, en el molde de ese “enemigo interno” que es ya una realidad en el programa y la percepción de muchos gobiernos europeos y amplias capas de la población. Por este procedimiento racializador ―y con la colaboración interesada del terrorismo yihadista, promotor y cómplice de la islamofobia europea― las minorías más desfavorecidas, las más vulnerables, las más excluidas desde un punto de vista económico y cultural, todos esos sujetos frágiles y en peligro a los que el Derecho debería amparar con especial cuidado, se convierten en un peligro y quedan situados al margen del Derecho. Con diferencias de intensidad y alcance según los países, ya nadie puede negar que Europa avanza a toda velocidad en esta construcción de un enemigo interno, fenómeno que el desplazamiento mundial hacia la derecha o incluso hacia el neofascismo ―de Trump a Putin, de Le Pen a Orban― va a extender y acentuar.
Como ocurrió con el antisemitismo y antes de que sea demasiado tarde es necesario comprender que la islamofobia no amenaza sólo a los “musulmanes” sino a nuestro Estado de Derecho y a nuestro sistema de libertades, cuya erosión nos convierte a todos los ciudadanos en potenciales “musulmanes”. La lucha urgente, impostergable y decidida contra la islamofobia, desde los barrios y las instituciones, es inseparable de la defensa de la democracia, los derechos humanos y la seguridad económica. Es, en realidad, la misma lucha.